“Lo más lejos que he podido llegar es a trasponer la realidad con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real”
(De Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe.)
“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Así prologa su libro de memorias, Vivir para contarla, aparecido en 2003, el escritor colombiano muerto en abril de este año en México, a los 87 años. Deja atrás una obra inmensa y una marca en la literatura hispanoamericana como pocas veces se dio en su historia.
Había nacido en Aracataca, en la costa atlántica colombiana, en 1927. Su padre, Gabriel Eligio García, telegrafista, había sido uno de los numerosos inmigrantes que llegaron a ese lugar en el primer decenio del Siglo XX, con la “fiebre del banano”. Su madre, Luisa Santiaga Márquez, pertenecía en cambio a una de las familias eminentes del lugar: era hija del Coronel Nicolás Márquez y de Tranquilina Iguarán.
Poco después de nacer Gabriel sus padres se van de Aracataca y el pequeño se queda con sus abuelos maternos.
García Márquez siempre consideró que ese abuelo había sido la figura más importante en su vida y que esos años de “infancia prodigiosa” harían surgir más tarde su universo narrativo y mítico. El coronel era un excelente narrador y le enseñó a consultar frecuentemente el diccionario.
Cuenta que sus abuelos tenían una casa enorme, llena de fantasmas y que era gente con una gran imaginación y superstición. En cada rincón había muertos y memorias.
La abuela era una mujer excitable y propensa a las premoniciones, visiones y augurios y lo atemorizaba con sus cuentos antes de dormir. El abuelo, en cambio, era más compañero. Le relataba historias de las guerras civiles colombianas, en las que había participado y lo llevaba al circo cada año.
Transcurrida la infancia, llega el momento de estudios mayores y vendrán así los días de Barranquilla, Bogotá, Cartagena… Sus frustrados estudios de Derecho y su decisión final y férrea de convertirse en periodista y escritor.
Viaja por el mundo, vive largos años en Europa hasta que en 1958 decide volver a América porque sentía que se le “enfriaban los mitos”.
En ese mismo año se casa con Mercedes Barchia, su compañera de toda la vida y a quien conocía desde que ella tenía 9 años.
A partir de 1981 se ve obligado a abandonar Bogotá y a pedir asilo político en la embajada mejicana. Desde entonces vivió casi permanentemente allí, con algunas estadías temporarias en Cartagena y La Habana.
El último 6 de marzo, día de su cumpleaños, García Márquez salió al mediodía a la puerta de su residencia, ubicada en el sur de Ciudad de México, para atender a los seguidores, vecinos y más de una decena de periodistas y fotógrafos que desde temprano hacían guardia para saludarlo. “Gabo”, muy sonriente, vestido con un traje gris y camisa azul, escuchó las tradicionales “Mañanitas” (canción de cumpleaños típica de México) mientras sostenía un ramo de rosas amarillas, su color favorito. Fue su última aparición pública.
Dicen que la muerte marca la entrada a la inmortalidad de los famosos. García Márquez ya estaba en la historia grande de la literatura mucho antes de esa fecha. Y seguirá viviendo por siempre en sus libros.
“CIEN AÑOS DE SOLEDAD”, SU OBRA CUMBRE
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos.
Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las madreras crujían por la desesperación de los clavos ya los tornillos tratando de desenclavarse y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas tienen vida propia pregonaba el gitano con áspero acento, todo es cuestión de despertarles el ánima.”
Así comienza la novela, que aparece publicada por primera vez en Buenos Aires, con un éxito fulminante. En pocos días se agota la 1ª edición y en 3 años se venden más de 500.000 ejemplares.
Dos años antes había tenido la “revelación”, había encontrado el tono de la historia que le venía de los relatos fantásticos de su abuela. Entonces se encierra a escribir, viviendo todo ese tiempo de sus ahorros y de la ayuda económica de su familia y amigos.
Después de 18 meses de duro trabajo concluyó la obra.
Se sucederán muchos otros títulos pero esta novela perdurará como un ícono en la narrativa latinoamericana y hasta se la llegará a considerar, por su importancia y su riqueza, la mejor novela en castellano después del Quijote de Cervantes.
PREMIO NOBEL, DICIEMBRE DE 1968
“Ahora Gabo está entrando al gran escenario del teatro con una rosa amarilla en la mano, delante del rey y de la reina. Se sienta al lado de los otros ganadores de premio Nobel, alza la mirada hacia los palcos; sonríe al descubrir, en medio de centenares de desconocidos con trajes de etiqueta, las rosas amarillas en las solapas que nos distinguen a sus amigos.
Más tarde, en la sala de banquetes del Ayuntamiento, vastos y solemnes como una catedral, ocupamos una larga mesa, pequeño islote de colombianos en un inmenso océano de suecos.
De pronto, en lo alto de la escalera de mármol aparecen los trajes multicolores de los conjuntos de baile representativos de las distintas regiones de Colombia, enviados a Estocolmo por el presidente Belisario Bentancour.
Pero antes de que oigamos vibrar los tambores de la cumbia, las arpas llaneras, los tiples del altiplano, los acordeones de los vallenateros, veremos a los reyes descendiendo por la amplia escalera y detrás de ellos, con su blanco liquiliqui, del brazo de la princesa, Gabo.
La imagen se detiene, se congela en ese instante rutilante de su gloria: allí está, en la vasta escalera de mármol, delante de aquel océano de oscuros fracs y de pecheras blancas, con las cámaras de televisión de 52 países fijas en él.
La imagen queda fija y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso, se ha sentado a nuestra mesa. El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de Derecho abandonada, secreto decorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos como uno caso perdido.” Gabo, Cartas y recuerdos, Plinio Apuleyo Mendoza.
Su discurso de agradecimiento es un canto de amor a América Latina. Entre otras cosas dijo: “Me atrevo a pensar que es esa realidad descomunal y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letra. Todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Éste es el nudo de nuestra soledad. ”
Concluyó diciendo: “los inventores de fábulas, que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.”